Diez mujeres de Marcela Serrano:
Sinopsis
No importa el origen ni la extracción social, la edad o la profesión, todas acarrean sobre sus hombros el peso del miedo, la soledad, las dudas, las inseguridades. A veces, ante un pasado que no puede dejarse atrás; otras, ante un presente que no se parece a lo que habrían deseado, o un futuro que asusta por el vacío que encierra. Se enfrentan a cargas autoimpuestas o socialmente aceptadas, y no hay otro modo de deshacerse de ellas que tomando las riendas, conscientes de que al final vence el coraje y en esa lucha no están solas.
Personajes
Cada capítulo una historia narrada
en primera persona, con muy distintos registros reflejo
de la edad, la educación y la
clase social de cada una de ellas:
Francisca: a sus cuarenta y
dos años es la paciente más antigua de Natasha, y acude a
terapia porque necesita dejar
atrás el odio que siente hacia su madre —que los abandonó a
ella y a su padre— y que
acostumbra a volver contra sí misma. Para avanzar, necesita
superar el trauma que nace del
carácter difícil de su madre y pasar página, pero cómo
lograrlo rendida ante una vida
que no la llena y la atrapa en «la parálisis», como ella lo llama.
Mané: la más anciana de las
diez, con setenta y cinco años Mané ya no es la preciosa
jovencita que triunfaba sobre
los escenarios. Vivió bien, cierto: tuvo un gran amor y
disfrutó la vida... pero la
muerte de su marido, el Rucio, la llevó a un declive del que al fin, y
gracias a Natasha, va saliendo
poco a poco, aunque aún le cuesta enfrentarse al deterioro
físico que llega de la mano de
la vejez.
Juana: alegre, directa, Juana
no es de esas que se rinden al primer contratiempo. No lo hizo
cuando su madre cayó enferma y
se volvió tan dependiente de ella. Corría más para llegar
pronto de la peluquería donde
trabaja y listo, pero ahora es su hija adolescente quien parece
atravesar una depresión profunda
—trastorno bipolar, diagnosticaron— y ella, madre
soltera como su propia madre,
tiene que vérselas con un problema que le roba no ya
tiempo sino fuerzas.
Simona: se define como
feminista e izquierdista: «La mía es una historia muy trillada.
Niña-bien-rebelde-abandona-clase-social-para-hacer-la-revolución».
Divorciada y madre de
dos hijas de distintos padres,
piensa que los hombres no son sino objetos simbólicos —«y,
créanme, se puede vivir sin
tal emblema»—. Recién superados los sesenta años, tras dejar a
su segunda pareja Simona vive
sola en un pueblo costero, y disfruta de su soledad.
Layla: periodista de raíces
árabes, asiste a terapia para tratar de superar el trauma de una
violación sufrida en Gaza y a
resultas de la cual dio a luz a un niño rubio y de ojos claros a
quien no consigue amar.
Encerrada en el dolor, se aferró a la bebida y se enredó en la
trampa de mentiras que rodean
el alcoholismo.
Luisa: de origen campesino, a
sus sesenta y siete años Luisa no comprende los problemas
de las mujeres ricas. Los
suyos son muy distintos y vienen marcados por la pobreza y por la
brecha que abrió en su vida la
desaparición de su esposo Carlos poco después del golpe de
Pinochet. Entonces no supo a
quién dirigirse, y durante años no compartió con nadie su
pena. La terapia le ayuda a
salir de su dolor y a contarle la verdadera historia de la
desaparición de Carlos a sus
hijos, a los que hizo creer que su padre se fue de casa.
Guadalupe: a su familia
acomodada y liberal les supuso un trauma el hecho de que Lupe,
como todos la llaman, «saliera
del armario». Ella, que con diecinueve años no tiene el
menor problema con su
sexualidad, no lleva tan bien que traten de encarrilarla por donde
no quiere, aunque aprovecha
las horas de terapia con Natasha para hablar de su miedo a no
ser aceptada.
Andrea: casada y con dos
hijos, Andrea es una triunfadora, o eso pensarían muchos: con
cuarenta y tres años, es ya
una periodista televisiva de éxito, que posee belleza, riqueza y
poder. Pero un día descubre
que está enojada contra todo y no sabe por qué, de modo que
decide escaparse al desierto
de Atacama y allí pone en duda toda su existencia. Una crisis de
ansiedad muy fuerte le hace
volver sin acabar de resolver sus dudas vitales.
Ana Rosa: terriblemente
insegura, dice de ella misma que es «un ser insustancial», aunque
hay mucho más tras tan duro
juicio. Para empezar, las violaciones constantes de su abuelo,
un hombre al que adoraba;
también la repentina muerte de sus padres en un accidente de
tráfico, cuando ella tenía
quince años, y que la dejó a cargo de su hermano menor. Durante
mucho tiempo ocultó a los
demás y a sí misma los abusos a los que fue sometida, pero
cuando descubre que los niños
le producen la tentación de maltratarlos, se somete a terapia
para librarse de esos impulsos
y de la convicción de que ella misma es una mujer mala.
Natasha: la décima mujer, la
terapeuta, es la catalizadora, el hilo conductor de cada relato.
En el último capítulo será su
asistente quien nos cuente su historia —de origen ruso y
judío, ha pasado toda su vida
buscando a una medio hermana, Hanna, cinco años mayor
que ella, e hija de la amante
de su padre, una rusa blanca que salvó a la familia de Natasha
del confinamiento en el gueto
judío—. Es ella quien se despide de las nueve mujeres: llegó
el momento de que vuelen
solas.
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